Yo por el mundo

 La verdad es que siempre he detestado las preguntas que me obligan a elegir solo un día para hablar o escribir. Es como cuando vuelves de vacaciones y alguien te pregunta ‘¿Cuál fue tu día favorito?’. Nunca me ha gustado limitarme ni sentir la presión de elegir un día en particular, como si lo demás no importara. Supongo que es porque, en mi experiencia, los mejores días no siempre son los más extraordinarios. A menudo, son esos días rutinarios y normales, los que terminan dejando huella.  Los días que se planean como si fueran una operación militar, muchas veces no son los más memorables, aunque en teoría lo sean. Para mí, los días realmente especiales son esos en los que no puedes dejar de sonreír por las pequeñas cosas. 

He estado viviendo en Barcelona unos tres meses y aunque he tenido algunas experiencias increíbles, pero si tuviera que elegir un día favorito, seria uno ocurrió hace apenas unos días: el Domingo de Pascua.  

Mi día comenzó como la mayoría, con un café en la cama, las puertas de la terraza abiertas que permite entrar la luz dorada del sol a mi habitación y el murmullo distante de las voces en la calle, mientras Barcelona empezaba a despertar. Como todos los domingos, salí a correr. Giré a la derecha desde mi apartamento y tomé rumbo hacia La Rambla. Caminé en dirección La Barceloneta, esquivando turistas y a los camareros, con sonrisas engañoso, que intentaban convencerme de entrar en su restaurante.

Cuando llegué a la costa, empecé a correr junto al mar, escuchando el sonido hipnotizante de las olas, las risas de los niños jugando en la arena y los vítores de la gente animando partidos improvisados al voleibol.  El mar es mi refugio del ajetreo y el bullicio de la ciudad y un lugar para sentir la brisa del mar contra mi piel. Un lugar donde el tiempo parece fluir más lento, más calma, tal como era el antiguo pueblo de pescadores.

De regreso, me perdí en el laberinto del Barrio Gótico, serpenteando a través de los cientos de pequeñas calles, donde cada esquina parece tener una historia que susurra desde sus muros antiguos. Me detuve en uno de los muchos pequeños cafés escondidos de la ciudad. El barista era australiano, reconocí su acento inmediatamente- una voz cálida y familiar, como un pequeño eco de hogar. La familiaridad entrelazada con lo nuevo. 

Llegué a casa y tan pronto empezaron a llegar mis amigos para el almuerzo de Pascua que yo organizaba por primera vez. Cada uno trajo un plato que había preparado, una muestra del sabor de su hogar, de sus raíces. Fue una oportunidad para compartir nuestras tradiciones de Pascua, todos distintas, todas entrañables. Pero también se trató de abrazar lo nuevo:  nuestra nueva cultura, nuestra vida compartida aquí. Así que naturalmente, bebíamos vino en porrones y cerramos la comida con un vermut, riendo y chateando al sol como si lo hubiéramos hecho toda la vida. Era un día de contraste: lo antiguo y lo nuevo. Lo conocido y lo que estamos aun descubriendo. 

Luego, llegó la búsqueda de huevos de Pascua de chocolate, una tradición que conservo desde que puedo recordar. Corríamos por el jardín como niños, buscando el chocolate que mi madre nos había escondido. Ahora, los papeles se habían invertido: yo era quien escondía los huevos y me divertía grabando a mis amigos mientras los buscaban, riendo como niños. En ese momento me di cuenta de rápido que pasa el tiempo. 

Cuando el sol primaveral empezó a caer, el día llegando a su fin. Acompañé algunos amigos a casa, y otra vez giré a la derecha por la Rambla.  Una calle ahora llena de gente que regresaba de sus propias celebraciones de Pascua, o que apenas comenzaban la noche. Una calle que no descansa. Una ciudad que nunca duerme. 

Se suponía que debía escribir sobre mi día favorito en Barcelona, en forma de relato de viaje.  Pero ahora que estoy terminando escribir, me doy cuenta de que quizás esto no es un relato de viaje como tal.  Porque ¿cómo puede considerarse un viaje un lugar que ya se siente como hogar?  

Pasé el día con amigos que conocí apenas unos meses y sin embargo, ahora no puedo imaginar mi vida sin ellos. Fue mi día favorito porque, por primera vez sentí que Barcelona era realmente mi casa. Fue una mezcla perfecta entro lo antiguo, y lo nuevo, un entrelazarse de nuestras raíces con nuevas costumbres y culturas. Así que quizás, después de todo, si fue un viaje. Un viaje hacia este momento, hacia esta certeza tranquila de poder llamar a este lugar, por fin, hogar. 


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